miércoles, 1 de junio de 2011

La ética del reconocimiento y la segunda vuelta electoral


Pedro José Llosa Vélez


Desde hace algunas décadas, los persistentes vacíos que han venido dejando las democracias sociales en occidente –con demandas insatisfechas desde facciones modernas tanto de derechas como de izquierdas- han facilitado un nuevo espacio para grupos políticos con demandas novedosas. La política de la identidad y/o la política del reconocimiento han adquirido mayor presencia en la escena pública y ello ha acarreado que en el campo académico se perciba un aumento en la atención por explorar sus justificaciones teóricas.
Hace un tiempo que trabajo investigando la relación entre los conceptos de redistribución y reconocimiento. Académicamente, la redistribución es una idea con sustentos en la tradición filosófica anglosajona, mientras que el reconocimiento es una idea que tiene atrás, por el contrario, a toda la tradición de la filosofía continental. Redistribuir es una idea ampliamente conocida, se trata tan solo de hacer que la riqueza que se genera en un país tenga una repartición más equitativa. Por otro lado, reconocer al otro es, en resumidas cuentas, reconocer su igualdad como individuo ante la ley y valorar su identidad por diferente que sea a la de uno. Se trata de una combinación difícil de alcanzar, sobretodo en países tan multiculturales como el Perú: incluir al otro sin coactarlo.
Es acaso por esa ambivalencia, también, que las demandas por reconocimiento no solo son propiedad de los movimientos multiculturales o nacionalistas, sino que están del mismo modo en el centro de muchas teorías que defienden los modelos de democracia liberal.
Para un bando de académicos, por ponerlo en una caricatura, la redistribución y el reconocimiento solo pueden avanzar juntos. Poseen tal relación que es imposible que uno se afecte y el otro no. Para el otro bando, el reconocimiento está en la base de toda acción humana y la única forma de lograr mejoras redistributivas es reforzando el reconocimiento. Sea como fuere, ambos lados aceptan que se trata de dos cosas diferentes y a la vez dependientes. Lo que ninguno propone es que la redistribución económica nos puede llevar, milagrosamente, a ser una sociedad con reconocimiento.

Reconocimiento en la primera vuelta

En la primera vuelta de las elecciones presidenciales del Perú, intenté, desde Lima, observar el lugar que algunos candidatos le daban al reconocimiento, aún si lo presentaban con otro nombre. Me pareció elocuente que todos se rasgaran las vestiduras por ofrecer redistribución económica y muy pocos apenas mencionaran propuestas asociadas al reconocimiento.
Me interesó oír a PPK, que, sin ser mi candidato, advertía ser –según me insistían algunos amigos- el más refinado y preparado de todos. En el debate organizado por El Comercio, en los tres minutos que le asignaron para hablar de inclusión social (lo más cercano a reconocimiento social, político, cultural), el candidato con título de filosofía en Oxford no dijo una sola palabra que no correspondiera a la reducción de la pobreza. La inclusión, para él, consistía solo en reducir la pobreza. ¿Por qué, preguntaría un libertario, tengo yo que reducir la pobreza con mis impuestos? La explicación que dio PPK en una entrevista con Cecilia Valenzuela fue que la pobreza genera un dilema moral: si uno tiene buenos ingresos pero está rodeado de indigencia y miseria en cada esquina, entonces habrá de sentirse incómodo. El “dilema moral” del que hablaba PPK se reduce a un simple sentimiento de culpa judeo cristiana. No puede dar otro sustento moral porque es imposible justificar la distribución económica en terrenos éticos no religiosos si no se entra a tallar en el reconocimiento cultural y político que cada ciudadano le debe a los demás miembros de su sociedad.
Y es por ahí, a mi entender, por donde más sangra el Perú. Ahora y desde hace décadas. Sangramos por la manía endémica y sistemática de ubicarnos unos a otros en unas jerarquías imaginarias que no hacen más que incubar y erupcionar conflictos sociales. De allí afloran, uno por uno, todos los vicios que tiene el Perú desde el inicio de su historia. No es la mala redistribución como fenómeno aislado lo que debe causar un dilema moral, sino la falta de respeto y reconocimiento del otro en la plenitud de sus facultades como individuo libre e igual en espacios tanto públicos como privados. Es allí donde afloran las raíces de una sociedad con tan mala redistribución económica.

Reconocimiento en la segunda vuelta

La segunda vuelta nos presenta tres grupos de electores significativos. Primero, el formado por los que en primera vuelta eligieron a Fujimori o a Humala y que ahora solo lo reafirmarán. Luego está el grupo de quienes votan en blanco y viciado, un segmento que parece achicarse con el tiempo. Finalmente, está el grupo de los que aceptan ceder a su preferencia original y votar por una de las dos opciones vigentes.

Los inamovibles

Ante el primer grupo no creo tener mucho qué decir. Allí hay una mezcla enorme. Están los que tienen comprometidos intereses inmediatos o retribuyen algún clientelismo del pasado. También los que por convicción, por supuesto, consideran a una de estas dos opciones como la mejor desde el inicio y que no le deben nada a nadie ni esperan recibir los panetones del siguiente gobierno. Tal vez solo me queda reconocer que, aunque muchos nunca hubiéramos votado por ellos en primera vuelta, ambas son opciones enteramente legales, aún representando a grupos y prácticas que en el pasado no han sido muy legales. Digo esto para enfatizar que quienes creen en una opción diferente a la mía, no necesariamente realizan las mismas asociaciones que para mí son evidentes. En mi caso, por ejemplo, tengo la convicción de que en un posible gobierno del Fujimorismo, será Alberto Fujimori con su misma gente quienes realmente gobiernen al oído de Keiko, sin embargo, quiero hacer el esfuerzo por pensar que no todos los que votan por Fujimori creen que será así. Sobre los que usan ese argumento en el que no creen, hablaré más adelante, pero quiero creer que también hay gente decente que jamás entendió lo que significó el Fujimorismo y por eso votan por él, quiero creer que hay algo de ingenuidad aunque eso me convierta en ingenuo a mí también.

El voto blanco y viciado

El segundo grupo es el del voto en blanco o viciado. La democracia también contempla esta opción, y al igual que todas las demás opciones, debe ser respetada. No por ello, sin embargo, está exenta de críticas. Considero que el voto en blanco o nulo tiene múltiples raíces, pero yo identifico tres: la conciencia apolítica, la indiferencia cívica y la parálisis fisiológica. Explico.
Lo que llamo conciencia apolítica proviene de quienes no conocen –o se niegan a conocer- el fenómeno mismo de lo que es la construcción de un Estado democrático. Si ya es difícil que dos personas se pongan de acuerdo en un tema, mucho más difícil es que un país entero lo haga. Es por eso que en política uno siempre estará muy lejos de lo ideal y tendrá que elegir lo mejor, o lo menos malo, dentro de lo que hay. Las concesiones y alianzas son parte necesaria de la democracia. Aunque se trate de opciones bien difíciles, son, al fin y al cabo, el estrecho camino que nos va dejando la voluntad del resto de peruanos. En este grupo están los que se preguntan: ¿por qué tengo que elegir? Sospecho que la actitud apolítica permanente deviene en dos posibles desenlaces: o recusar a tu sociedad y escapar bien lejos porque nadie te parece merecedor de tu voto, o, como decía Sócrates en La República refiriéndose a los ciudadanos apolíticos, “a estar gobernado siempre por seres moralmente inferiores”.
Lo que llamo indiferencia cívica es algo distinto a lo anterior, pues no todos los que votan en blanco o viciado lo hacen porque ningún candidato está a la altura del cargo, sino también porque les da igual. Evaluar y contrastar valores y creencias les resulta engorroso y complicado. Mejor voto en blanco y me escapo de toda reflexión. Esta postura, epítome de la indolencia, no está tan lejos del voto irreflexivo de última hora.
La tercera razón, a la que he denominado parálisis fisiológica, se refiere a gente usualmente muy comprometida con el quehacer político y a quienes puede no darle igual pero que simplemente consideran que ambos candidatos tienen tantas credenciales inaceptables, que sienten que les será imposible mover un músculo cuando estén frente a la cédula. Dada la coyuntura, esta última me parece la más respetable de las tres.

Los que cambiarán su voto original

Queda un tercer grupo, el conformado por ese cincuenta por ciento que en primera vuelta votó por las otras opciones y que ahora decidirá entre las dos alternativas inevitables. Si retomo el tema del reconocimiento, ¿Valdría la pena preguntarnos cuál de estos dos candidatos, aparentemente, parece ser la mejor opción en temas de reconocimiento social? ¿No es interesante preguntar qué candidato muestra mejores credenciales para solucionar el que he considerado como el principal problema social del Perú?
Si tuviera que responder a esta pregunta, diría que en temas de reconocimiento, o mejor dicho de 'no reconocimiento', el Fujimorismo gana con holgura. ¿Qué mayor muestra de ausencia de reconocimiento que todo un Estado abocado a matanzas extrajudiciales, torturas, mutaciones, atropellos y botines de la etapa Fujimorista? No creo necesario enumerar cada una de las formas en que se dinamitó la ley y la moral porque demandaría un nuevo escrito y basta con lo apenas mencionado para ilustrar el punto que busco.
Pero no son solo los que piensan como yo quienes responden esta pregunta, sino también aquellos que advierten que, en el lado opuesto, la tela no está impoluta. El partido nacionalista de Humala, aunque no carga el nauseabundo prontuario del Fujimorato, tiene las sombras del Andahuaylazo y de Madre Mía, pasivos que capitalizan bien sus detractores. En materias de reconocimiento el partido nacionalista presenta algunas contradicciones, por ejemplo, sus intentos de reivindicación social desde su “etnocacerismo” (otro plomo del pasado) no ponen al reconocimiento étnico en el mismo lugar donde sitúan al reconocimiento por género o por orientación sexual. Más aún, el reconociendo excesivo de un criterio podría devenir en un remedio peor que la enfermedad.
Sospecho que esta no es la forma de frasear la pregunta. Sugiero, más bien, abordarla desde otro lado y reflexionar sobre los actos de reconocimiento que esta segunda vuelta genera en el grupo de electores que no eligieron una de estas alternativas en primera vuelta y que ahora tienen que hacerlo.
Quienes votan por Fujimori por primera vez en la segunda vuelta, alegan una razón predominante: mantener el ‘sacrosanto’ modelo económico que tiene el Perú desde 1990 y que un gobierno de Humala amenaza cambiar. Para justificar este punto, lo defienden de muy variadas formas.
Primero están los que clara y abiertamente tienen como artículo primero de la constitución de sus vidas a la defensa y salvaguarda de su patrimonio. Lo admiten sin ningún cargo de conciencia y aseguran que todo lo demás es secundario. Ante esta postura es imposible argumentar, es una estructura de valores que difícilmente se pueda ver afectada con una incitación a la reflexión, pues quienes están en este grupo difícilmente se detendrían unos segundos para retirar los dedos de sus calculadoras. Y si así lo hicieran, dudo mucho de su capacidad de ‘desrobotización’. Aunque duela decirlo, en una sociedad con pluralismo de valores y con un sistema económico que promueve su propio endiosamiento, esta postura también es legítima y son muy pequeñas las esperanzas de que pueda cambiar.
Luego está otro grupo que, levemente más cínico que el primero, entiende que hay algo hondamente torcido en la elección de Fujimori, que sabe que será Alberto Fujimori quien realmente gobernará el Perú y que el mismo 28 de Julio toda la cloaca volverá a sus puestos de antaño. Pero prefieren negarlo con un aspaviento burdo, con un dedo que tapa el sol, aduciendo (como el paradigmático Aldo M.) que ellos no son filósofos morales y que lo que les importa es el futuro de sus hijos. Ahí también la invocación a la reflexión es nula, decirles que un criminal juzgado y encarcelado por delitos de lesa humanidad no puede volver a gobernarnos, les suena muy complicado, lo ven como un laberinto filosófico.
Y queda un tercer grupo, quizá por quienes escribo estas líneas y por quienes me duele el Perú, cada día, un poquito más. Se trata de gente en su mayoría con una respetable trayectoria, con la fortuna de haber recibido una formación académica privilegiada, con probada y balanceada capacidad de reflexión. Gracias a ciertas personas que ubico en este grupo que ahora ha decidido votar por Keiko Fujimori, gente de juicios sosegados, formación jurídica, y en otros tiempos antifujimoristas, pude entender mejor a lo largo de los años por qué un delito desde el lugar del Estado es superior al delito común, por qué un Estado no puede convertirse en terrorista para combatir a terroristas, entre muchos otros puntos.
Sin embargo, ahora resulta que algunos de ellos, al ver su patrimonio amenazado con la victoria de Humala, al saber que sus acciones en la bolsa caerán o que quizá sus intereses y expectativas laborales y materiales se verán en peligro, han visto a sus principios derretirse como la cera de una vela. Pero, como no pueden aceptar esa situación, han construido un apócrifo castillo de argumentos para justificar que sus principios derretidos son los mismos de antes, solo que mirados con un nuevo lente.
Algunos, por ejemplo, recurren al artificio de deformar a Humala hasta compararlo con el peor Chávez, o el peor Castro, y así cargarle los excesos de ambos y poder ponerlo a la altura de Fujimori. Otros aseguran que Humala realizará una serie de excesos contra la libertad y la democracia, cuando el único antecedente que tiene la gente de mi generación de todos esos miedos nos los enseñó el mismo Fujimori. Hay de aquellos que, en un ejercicio más sagaz, le atribuyen a Humala responsabilidad mediata en las muertes del Andahaylazo para ponerlo a la altura de Fujimori. Una vez allí, descalificados los dos en terrenos éticos, dicen pasarse a la evaluación pragmática, donde por supuesto, nuevamente, su vigilancia patrimonial les grita que marquen la K.
Entiendo que las diferencias políticas en situaciones como las que vive el Perú en este momento están generando consecuencias terribles. Amigos íntimos, padres, hijos, se distancian por diferencias de este tipo. Quiero tratar de no ser víctima de mi intolerancia y entender que no puedo enemistarme con todo aquel que vaya a votar por Fujimori. Pero me es casi inconcebible aceptar que este último grupo de gente con formación y principios, en cuya compañía pude crecer y formarme como persona, den hoy la vuelta a todo lo que siempre profesaron por un miedo infundado a perder sus posesiones, es decir, su vida actual, es decir, su cómodo estatus en la sociedad limeña.
Es aquí, entonces, donde retomo el tema del reconocimiento, justamente para explicar lo que creo que es el principal motivo que permite que este último grupo de personas que votará por Fujimori, acaso no tan pequeño y tal vez el determinante, haya aceptado una reformulación de sus convicciones.

El fondo del asunto

Creo que hay, en el corazón de este último grupo de votantes, una inconfundible y profunda actitud xenófoba. No digo racista, porque no es la raza el distintivo único, sino más bien una fobia al extraño, al diferente, hacia los que no son como ellos.
Es muy fácil lanzar la piedra y gritarle racistas a los demás sin ver la paja en el ojo propio. Yo admito haber nacido en un entorno altamente clasista y racista, y no podría asegurar que mis actos algunas veces no se hayan visto contaminados con esta actitud, pero creo, sí, que es la reflexión de la adultez, las lecturas y las buenas compañías, lo que a uno le permite diferenciar la paja del trigo y decidir ser la persona que quiere ser, intentando tener siempre presente aquellos excesos de los que no quiere pecar. Yo, al menos, intento no repetir y renovar aquellos actos xenófobos que tanto vi a mi alrededor desde mi niñez.
Es por eso que me atrevo a decir que es en este último grupo de personas donde el reconocimiento del otro hace aguas más que nunca. Se trata de un mundo de gentes con principios, pero principios que solo rigen para los de su entorno, para los que sí consideran personas. Creen en los derechos humanos pero solo en los de algunos humanos. Estoy seguro de que estos votantes hubieran negado radicalmente el regreso del Fujimorismo al poder si es que la matanza de estudiantes de la Cantuta se hubiera dado en la Universidad de Lima o en la UPC. Aún sin conocer a las víctimas se habrían sentido amenazados, sórdidamente invadidos, intimidados. Si la ligazón de trompas de mujeres campesinas (dato que, por lo demás, me lo confirmó de primera mano un médico amigo al que le ofrecían una bonificación por trompa ligada) hubiera sido de limeñas que se atendían en clínicas privadas de la capital, todo habría sido distinto. ¿Qué lo hace diferente?
Supongamos el peor de los escenarios y pensemos en aceptar el argumento de que Humala es también un asesino mediato como Fujimori. Que como una vida no vale menos que muchas vidas, ambos están descalificados. Aquí hay un primer argumento que es bastante denotativo de la manera de pensar de quienes proponen esta idea: ¡se mofan en la ley! Al igual que el grupo Colina que mataba a los que “parecían terroristas”, estos señores quieren poner a Humala –un tipo que no ha sido penado por las leyes peruanas- con un Fujimori que ya no puede sumar más delitos (en variedad y gravedad). Se han acostumbrado a vivir en un país en donde las leyes, algo que en el abstracto defienden, en la práctica no valen nada: “para mis amigos todo, para mis enemigos la ley”.
Pero aún así, aún suponiendo que son tan grandes las sospechas que este grupo tiene que Humala es también un criminal, estos defensores del Fujimorismo se resisten a aceptar que un crimen desde el Estado es claramente más repudiable que el que no viene del Estado. Este es un argumento que se sustenta en la concepción misma de lo que es un Estado, en entender cuál es su razón de ser desde sus orígenes en la antigüedad o desde las reformulaciones que se le da en el inicio de la modernidad. Se trata de aquella entidad frente a la cual acepto ofrecer mi vulnerabilidad a cambio de orden y protección. Aquel contrato social por el que cedo un pedazo de mi libertad para salir del estado de naturaleza tribal, del estado de guerra anárquico a cambio de una entidad que cree las leyes y haga que se cumplan para escapar justamente de esa jungla salvaje que Hobbes llamaba ‘El estado de naturaleza’.
A esa entidad le confío la potestad y el deber de ordenarme y censurarme a través de la elección democrática de gobernantes pasajeros y también regulados. Y es justamente cuando esa entidad que existe para detener los excesos es quien comete los mayores excesos, que el delito se magnifica y se hace más deplorable. El hombre que abusa de unos de sus hijos quizá tenga la misma pena y condena que el delincuente de a pie que comete el mismo abuso con un desconocido, al final es la misma brutalidad, pero yo sí creo que el abuso incestuoso concentra una doble monstruosidad: el acto el sí y el abuso devenido de una situación de poder, de una traición injustificable por parte de aquel que justamente existe para velar por la salud mental y corporal de su propio hijo o hija.
Delinquir desde la inmunidad del sillón de un gobernante del Estado o desde la condición de padre, suma al exceso inicial un nuevo exceso cobarde, miserable y traidor que proviene de su posición privilegiada. ¿Cómo no va a ser ese un agravante?
A pesar de ello, he perdido un poco la esperanza. Cuando escucho decir que “La Cantuta era un foco de terroristas”, en la frase eslogan del cinismo xenófobo, sugiriendo que una sospecha de infiltración terrorista justifica una ejecución extrajudicial de la manera más despiadada, me quedo tremendamente perplejo: ¿que no piensa esa persona que un Estado que se mofa en las leyes y en los procesos que estas leyes exigen, es también una amenaza para él mismo? ¿Por qué no podría ser él o ella víctima de alguna de esas masacres? ¿Cuál es aquella credencial invisible que los hace sentirse a tantos inmunes a los excesos del Fujimorismo?
En el colegio en el que yo estudié, (irónicamente el mismo de donde proviene PPK y Jaimito Bayly) el mejor profesor que tuve alguna vez provenía de la Universidad de La Cantuta, y la otra gran mayoría de San Marcos, de esa San Marcos a donde entraban los senderistas a dar sus prédicas y dejar sus pintas. Todos ellos, gentes que hasta hoy admiro por su decencia y capacidad, deberían estar muertos bajo esa premisa xenófoba, pues, sin serlo ni parecerlo, provienen también de lo que en su tiempo fue un “foco de terroristas”.
Pero aún si no fuera así, si uno está convencido de que los crímenes del Fujimorismo nunca lo habrían alcanzado por el distrito en el que vive, o por su oficio o por la posición que ocupa en la sociedad, aún así, ¿qué no es este el acto de indiferencia más opuesto a lo que deben ser los pilares más elementales para construir una sociedad pacífica y civilizada: la capacidad de ponerse en el lugar del otro?
Jonathan Wolff propone un ejemplo para explicar 'el velo de la ignorancia', una parte de la teoría de Justicia de John Rawls. Dice: imagínate que luego de un accidente has quedado vendado hasta la cabeza y has perdido la memoria absoluta de quién eres. No recuerdas ni tu sexo, ni tu estrato social, ni tu apellido, nada. Y en ese momento te preguntan: ¿Cuáles son los pilares sobre los que quisieras construir la sociedad en la que vas a vivir? Como es lógico, ante la duda de dónde voy a caer, sugeriré los principios más igualitarios posibles, comenzando por los derechos fundamentales. Este ejemplo sencillo, que solo buscaba explicar una esquina de la teoría de justicia de corte liberal más importante del siglo XX, defiende uno de los muy pocos consensos morales que han quedado desde la Ilustración (qué va, si hasta está en el Evangelio): salirse de uno mismo y actuar con objetividad, medir al otro con la misma vara con la que uno quiere ser medido.
Pero yo siento que esto último es cada vez más lejano. Lo que he llamado ‘falta de reconocimiento del otro’ está muy afincado en la mentalidad de muchos de nosotros, sobretodo en ese grupo de personas que usan su cultura y su inteligencia para disfrazar la vergüenza de tener que aceptar que sus principios son tan solo regionales. Hay quienes sostienen que votar por Fujimori es votar por alguien que te humilló en el pasado pero que ahora está anciano y débil y sabes que no te volverá a humillar; mientras que votar por Humala es votar por alguien que no te ha hecho daño en el pasado pero que es una mayor amenaza real. Esta comparación, estoy seguro, proviene de alguien que no entiende que el oprobio de una humillación (como puede ser una mutilación, violación, tortura, etc) no solo se limita al acto físico, sino que renace y se recrudece día a día al tener que verle la cara a ese criminal que se pasea impune, amenazando jueces y negando lo evidente, por más inofensivo que quiera presentarse. O, lo que es más probable, esta comparación proviene de alguien que jamás se sintió humillado, porque, como he dicho, los excesos del Fujimorato no le tocaron, no le llegaron.
Y no le tocaron porque en un país en donde pueden seguir existiendo algunos edificios en donde a las empleadas domésticas, al igual que a las mascotas, se les prohíbe el uso del ascensor (como en los letreros de la Alemania Nazi: aquí, ni perros ni judíos), también puede haber gente que piense que “La Cantuta era un foco de terroristas” y que la mutilación involuntaria de campesinas es justificable para reducir la pobreza. Para ellos, estas vergüenzas estarían por encima de la protección de su patrimonio – con uñas y dientes – si es que no correspondieran a esos otros peruanos que no califican como personas.
No pretendo exhortar a un voto por Humala. Entiendo que muchas personas tengan sus reticencias por este otro candidato. Entiendo también que algunos aleguen que ciertos intelectuales, al abogar por la defensa de Humala, describen con exactitud y acierto lo que significaría un regreso al Fujimorismo, pero terminan siendo demasiado optimistas con el candidato nacionalista.
Puedo entender estos reclamos aunque yo sí crea que la mejor opción para evitar el Fujimorismo sea votar por Humala. Lo que sí debo hacer, es recordar que esos mismos intelectuales que explican impecablemente lo que significaría volver al Fujimorismo, reconocen que Humala también podría terminar cometiendo excesos y que será el deber de todos los peruanos salir a las calles a exigirle que cumpla lo que ha prometido. ¿Con que cara se podría, pregunto, salir a la calle a exigir lo mismo del Fujimorismo si uno vota por ellos? ¿Que no sabías? -te dirán los Fujimoristas- pero si ya lo has vivido por diez años y lo has legitimado con tu voto. ¿Ahora qué reclamas?

Vivo y siento al Perú más que nunca desde que no estoy en él. No hay día que no lo piense y lo escuche y que no enfoque mis trabajos de investigación a tratar de entenderlo mejor. Quienes me han acusado de votar por Humala porque hace años vivo en Europa, cometen un gran error. Es el Perú mi puerto final, adonde quiero volver a vivir el día en que sienta que lo aprendido acá pueda contribuirle en algo. No le temo al caos político, ni a las guerras civiles, ni a los dictadores disfrazados que han sabido abusar de la pobreza y de la ignorancia para granjearse votos que los ayuden a perpetrar sus inmundicias. Eso es, más bien, una mayor razón para volver cuanto antes. Lo que sí me desmoraliza y me deprime no es ninguno de esos desórdenes endémicos, sino la posibilidad de verme algún día contagiado por la indolencia de ese grupo de personas reflexivas y principistas, (y en donde creo tener muchos y muy buenos amigos y conocidos) que entienden perfectamente lo que significa legitimar al Fujimorismo pero que, en un acto de inexplicable cinismo, aceptan votar por Keiko y ensamblan justificaciones inverosímiles para mantener inalterable su estilo de vida. Ese estilo de vida que a veces solo reconoce como personas a los vecinos de su distrito. Ojalá muchos de ellos recapaciten.

Róterdam/Madrid, Mayo de 2011

2 comentarios:

  1. Yo también estoy en el extranjero, y tengo casi las mismas penas, incertidumbres y pensamientos. También espero volver pronto al Perú, después de este necesario viaje. Me da pena escuchar a mis conocidos peruanos, sugerirme que es mejor quedarme en estas tierras, pero siento la responsabilidad de regresar pues si algún día debo salir a las calles defendiendo la democracia lo haré responsablemente. Gracias por tu post, muy inspirador. :) Sabina.

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  2. Estuve viviendo en el extranjero, y no queria volver al Peru, pero al no tener otra opcion lo tuve que hacer. Al inicio pense que no seria tan malo, pero ahora que llegamos a la 2da vuelta me arrepiento en lo mas profundo de mi ser de no haber hecho mi mejor esfuerzo para quedarme fuera

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